viernes, abril 26, 2024

¡DESGARRADOR TESTIMONIO! Alquilan y compran niños en Bogotá

Roberto Trobajo
Roberto Trobajo
@Roberto_Trobajo

Alquilan y se compran niños en Bogotá, como si fueran indumentaria, para hacer más efectiva la mendicidad

En la estación Tercer Milenio, en un bus, se subió a mendigar una muchacha, cargando una niña.

Echó el cuento de que era madre soltera y que se esforzaba en darle buena vida a su hija, para que no se la quitara el ICBF.

Actuó compungida y siguió su relato: vendía tintos, aromáticas y milo caliente. “Me iba bien, pero me robaron el carrito y los termos.”

En ese momento la reconocí y ella a mí. Era Karen, quien debe estar rondando los 30 años.

Ha perdido dientes y, aunque ahora usa maquillaje fuerte, todavía tiene la cara de niña ingenua, que tenía cuando la conocí.

Entonces era una peladita agraciada, que vivía entre las ollas del barrio La Favorita, donde la consentían los jíbaros (vendedores de drogas), porque lucía la lozanía adolescente, que atrae a los pervertidos del ruedo.

Su mamá era recicladora, degenerada por el bazuco y la inhalación compulsiva de pegante, vicios que Karen le proveía, con lo que ganaba atendiendo viejos verdes.

Nunca vi que la mamá la obligara a prostituirse, pero sí la chantajeaba cuando se le alborotaba la ansiedad. Se aprovechaba del buen corazón de su hija.

Yo era para ella el tipo buena gente, que la invitaba a desayunar, que escuchaba sus penas.

Algo distinto al poco de muérganos que la acosaban para follársela.

Nunca logré persuadirla para que asistiera a los servicios del instituto de protección distrital Idipron, pero al menos me gané su confianza y pude librarla de malos momentos.

Dos años duré sin frecuentar la zona. Un día me la encontré sentada en una banca de la Plaza España.

Estaba pipona, con cinco meses de embarazo.

No quiso hablarme del asunto, solo me pidió que le invitara una empanada y un tinto.

Se fue cabizbaja, algo jodido embargaba su alma.

De eso ya hace un lustro. Ahora, la niña que cargaba no tenía más de tres años.

– “Linda, tu segunda hija”, le dije cuando se sentó junto a mí.

– Se llama Juanita, pero es alquilada. Yo no tengo hijos – murmuró, como confesándose, y se quedó callada.

Entendí en su silencio el deseo de hablarme de sus penas.

Por eso me bajé con ellas en la estación de la avenida Caracas con calle 22, la invité a comer algo y me llevó al restaurante de un tal “Don Gustavo”, el dueño de los hospedajes paga diario que frecuenta.

En la mesa sacó de su mochila un paquete de galletas para la niña; contó el dinero del producido, y me dijo: “voy a entregar a Juanita y ya vuelvo”.

La observé zigzagueando de prisa entre la gente que, al final de las tardes, cunde en esa cuadra, la más prendida del sector.

Ella iba a lo suyo, es una guerrera forjada en las calles de Los Mártires y Santa fe, las localidades bogotanas donde se pueden ver juntos todos los males que aquejan al ser humano.

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Venta y alquiler de niños

El comportamiento de Karen alentó mi curiosidad. Cuando regresó le pregunté lo que me intrigaba de su vida.

Ella pidió un combinado, ración de combate para la gente de calle: un plato con arroz, frijol, una alita de pollo y una papa en guiso.

Mientras comía, me relató con franco patetismo el lapso reciente y más dramático de su vida.

“¿Recuerda cuando me conoció? Era de las consentidas de los dueños de la olla de Campos.

Me prestaban uno de los cuartos de la casa, porque les caía bien. Me mandaban por almuerzos, por trago… Sabían que no era faltona.

Usted sabe que los jíbaros no pueden dar boleta llevando la plata del producido, entonces me la confiaban a mí.

Yo se la entregaba a los patrones en su propia casa y ahí me mandaban con las bolsas de bareta de marihuana, bazuco y perico (cocaina).

“Me movía fresca por la calle con plata y mercancía, encaletada entre los cucos y el brassier. Con mi carita de niña, los tombos (policías) quedaban sanos. Me iba bien, me daban un porcentaje de las ventas, ganaba un poquito más que los campaneros. Pero la embarré enamorándome de William, un sayayín sobrino del patrón, y me dejé preñar. Esa fue la barriga que usted me vio. En ese momento ya no vivía en la olla, me echaron”.

Me contó que los del parche le aconsejaron que abortada.

Y lo iba a hacer, de no haber sido por el macabro negocio que había hecho su madre.

“Ella negoció a mi hijo con la señora Carmenza. Tal vez se acuerde de ella, una que le guardaba o les compraba cachivaches a los ladrones. Ella pagó el parto y nos dio $500.000 por el niño, que le entregué a los dos meses. Por amamantarlo le cobré mis tres comidas diarias y los pañales. No sé a quién se lo vendió”.

“Dicen que ella gana mucho en esos cruces. Sé que les ha comprado bebés a otras peladas. Casi siempre les da un anticipo a los cinco meses de embarazo. Ahora, tiene el negocio de alquilar niñas y niños de brazos, a quienes trabajamos en el retaque. Esa vieja montó un negocio redondo”.

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Niños de brazos, a $30.000

“Mire usted. En la casa donde entregué a Juanita, ella les alquila habitaciones a parejas o a mujeres con hijos, de máximo cinco años y que tengan empleo. El trato es que ella alimenta y cuida los niños, mientras ellos trabajan, pero es como si los empeñara, porque los alquila a quienes trabajamos en el retaque. Usted sabe que cargando un chiquitín la gente se conmueve y dan mejores limosnas.

Nos cobra $30.000 por la jornada de cinco horas. Hagamos lo que hagamos, esa tarifa es fija.

Karen no sabe cuánto les reconocen a las mamás de los niños.

Lo único que sabe es que el negocio se mueve.

Aunque, me cuenta que también se han presentado grandes líos, porque algunos se han volado con los niños.

“Claro, la Policía le ha puesto el ojo a la vieja, pero quién sabe cómo los tranza”.

Ahí sigue alquilando niños. Lo único es que ahora nos entrega y nos recibe a los niños, en una casa comunicada por la parte de atrás con su hospedaje.

“Eso sí. Nos exige que consintamos a los niños como si fuéramos sus madres de verdad.

Hay días en que me tocan otros niños, pero yo con la que me encariño es con Juanita.

La chiquita me quiere y yo también, además tiene buena espalda, en los turnos con ella me hago más de $50.000″.

El relato de Karen cuestionó mi percepción de la ciudad, como revelación de una realidad ignorada, que sucede frente a nuestros ojos.

Cuando nos despedimos, ella tomó rumbo a su rumba y yo hacia la casa, rememorando imágenes de tantos a quienes había visto usando niños de brazos para su mendicidad, en buses, en puntos comerciales, en puentes peatonales, donde quiera que haya tumultos propios para el retaque.

(Con informaciones de Alberto López de Mesa, de El Espectador)

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